sábado, 10 de mayo de 2008

Nuestra lectura de « El Arquitecto y el Emperador de Asiria »

El ciclo en que estrenamos El Arquitecto y el Emperador de Asiria llevaba por título "Arrabal, un enfant de la guerre fratricide".
Fue en el transcurso de los ensayos de esta obra donde nos fuimos dando cuenta del trasfondo insoslayable que la guerra civil española impone a la comprensión de los dolores íntimos que Arrabal vomita en su teatro.

Por otro lado, el otro espectáculo de aquel ciclo, un soliloquio sobre la recopilación de sueños poéticos de La piedra de la locura, había dado precisamente la idea de montar El Arquitecto... , que consideramos como la versión escenificada de esas pesadillas.
Fue, pues, ese texto el que guió nuestra adaptación de la gran obra de Arrabal, que centramos en el dolor del niño ante la figura amada y odiada de la madre.

Ambos puntos, por muy divergentes que pudieran parecer, responden a una misma interpretación del texto.
En efecto, ¿no somos tan hijos de un país, de su historia y su cultura, como de nuestra madre?
El amor y sus heridas, el odio y sus heridas ¿no beben acaso en la misma fuente de dolor que mana de la madre o del padre y de la Madre Patria?

En un país desgarrado por un conflicto civil, sus hijos viven la guerra en sus propias casas, pues son los hermanos quienes se matan entre sí.

Arrabal, hijo de la España fratricida, encuentra en el laberinto de su tormento a un Minotauro que tiene la cabeza de su madre y el cuerpo del país fascista que lo escupió de su seno.
Como el dramaturgo que se hace acompañar de su pluma en el periplo de su tragedia, el niño Emperador encuentra en su fantoche Arquitecto y en la amiga cómplice de sus juegos al compañero delirado con quien dará menos miedo el viaje errante y desesperanzado por las lúgubres galerías de ese laberinto.

1 comentario:

Anónimo dijo...
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